El debate por el uso de tapabocas en un vehículo compartido por convivientes expone la doble vara con la que se miden las transgresiones. Nota Correspondiente al diario Alfil del 30 de Julio.
Gran parte de mi vida jugué al rugby, un deporte con un reglamento largo y complicado. Aunque tiene algunas reglas rebuscadas y disparatadas, una siempre me llamó la atención, la que se refiere a la vestimenta. Por vaya uno a saber qué historia, dentro de las prendas obligatorias está la ropa interior.
Lo anterior no es un detalle menor. Dentro de todas las posibilidades y todas las situaciones sobre las cuales legislar, a alguien se le ocurrió que era buena idea proteger las buenas prácticas de higiene agregando ese ítem a la lista, pese a que nadie mira la ropa interior del adversario. Quizás, a fin de cuentas, sea importante recordarle a los jugadores que -aunque nada grave pueda pasar- es importante respetar al otro.
La discusión sobre el barbijo parece haber entrado en la misma dimensión sobre las apariencias. Está claro que es un artículo fundamental por cuestiones de salud, pero también lo es lavarse las manos imponerse alcohol en gel, y nadie nos anda parando en la calle para ver si tenemos la provisión necesaria para sobrevivir.
Las multas por no usar el tapabocas (el mismo que durante mucho tiempo escuchamos que no era necesario) suenan excesivas cuando se observa como se vive la cuarentena en lugares en los que la salud está en riesgo por cuestiones mucho más banales como el acceso al agua potable, a las cloacas o a la seguridad.
Cualquiera que recorra la ciudad podrá comprobar la gran simulación: controles en zonas de alta circulación vehicular, gesto adusto en vigiladores de toda laya y campañas de difusión que nos alientan a quedarnos en casa (aunque no siempre sea una posibilidad).
La dura regla respecto al uso del barbijo demuestra, una vez más, que la necesidad de amedrentar con penas económicas es mayor que la capacidad de hacer cumplir las normas que las sustentan, que además exponen siempre a los que tienen los medios para pagar la multas mientras pasan desapercibidas para los que no tienen miedo de ser infractores.
Escuchar las académicas fundamentaciones respecto a por qué dos personas que conviven bajo el mismo techo -o en el mismo lecho- deben conducirse todo el tiempo que comparten en el vehículo con tapabocas es un verdadero mamarracho, carente de toda lógica y sentido.
Pensar que alguien pueda recibir una multa por viajar solo y sin tapabocas porque queda al arbitrio de la persona que ocupa el puesto de control es una vergüenza, especialmente porque existen reglas mucho más claras que no son perseguidas con el mismo rigor punitivista.
¿Cuántas veces nos cruzamos con personas en moto y sin casco? ¿Cuántas veces vemos familias enteras circulando en moto? ¿Nadie se cruzó nunca con personas que piden en la calle sin tapabocas (como es de inaginarse) a metros de un control vehicular en el que hay inspectores sedientos por ejercer la pequeña cuota de poder que les dan un talonario de infracciones?.
El país de la doble vara permanente empuja a querer controlar con multas lo que debería responder a una cuestión de responsabilidad social, que más allá de consignas partidarias nos encuentre pensando en que cuidando nos individualmente cuidamos al grueso de la población. En un país en el que hay terraplanistas y antivacunas es difícil creer que algo así pueda funcionar algunas vez.
El uso del tapabocas en esas situaciones terminará siendo como el artículo de la ropa interior en el rugby: existe, pero nadie se fija si se cumple. Y el día que alguien lo haga, será sólo porque algún insensato disfrutó ejerciendo su pequeño poder.
Por Javier Boher
javiboher@gmail.com
Fuente: Diario Alfil.